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‘La última primavera’, “no se roba”

La familia Gabarre-Mendoza celebra el cumpleaños de su nieto cuando una inspección policial interrumpe el festejo. En la Cañada Real, un barrio de chabolas a las afueras de Madrid, surgen tensiones entre las autoridades y los vecinos, ya que los terrenos han sido vendidos y las familias son obligadas a abandonar las casas que ellos mismos han construido. Mientras, la madre, Agustina, pasa de ser una mujer muy alegre a vivir atormentada por el miedo; el padre, David, un chatarrero muy trabajador, intenta encontrar una solución, pero la burocracia del sistema les falla. Entretanto, los miembros más jóvenes de la familia -David hijo, la nuera y madre adolescente María y el joven Alejandro- luchan a su manera con sus vidas en la cuerda floja.

Han pasado más de cinco años desde que Isabel Lamberti retratara las andanzas de David y Jesús, los dos hermanos adolescentes de la familia Gabarre-Mendoza, en su travesía por los áridos campos colindantes a la gran ciudad. ‘Volando voy’, era el premiado corto que tomaba el título de la canción de Kiko Veneno y que hiciera famosa Camarón.

Ahora, tiempo después que diría Cuerda, la directora de raíces españolas ha buscado una vez más la financiación neerlandesa e hispana para saltar al largometraje y describir una realidad gitana marginada en el poblado chabolista.

Va recogiendo retazos del día a día. De la cultura, de sus integrantes, de las inquietudes, y de los dominios como la propiedad o la tierra.

No llega a ser un documental, puesto que la acción está preparada para darle un toque narrativo y  cinematográfico. Pero sigue los pasos en la vida de una familia real, que no son actores profesionales y que, aunque saben que tienen delante una cámara que está grabando, permiten en gran medida ese intrusismo en su intimidad. El precio a pagar es que no se presta a la naturalidad de los acontecimientos. 

‘La última primavera’ ayuda a comprender la situación precaria en la que viven muchas familias en los poblados ilegales, tanto por lo que cuenta como por lo que no enseñan sus imágenes. Una visión en la que no se juzga al prójimo ni sus condiciones sociales con la intención de rendir cuentas como justos por pecadores. Aunque también se sabe que no es oro todo lo que reluce por esas callejuelas maltrechas y esculpidas a patadas de la Cañada.

Más que una historia, comprende el modo de vida de una de las muchas familias gitanas de un asentamiento que tiene los días contados, por la venta de los terrenos. Un barrio conflictivo rodeado de penurias, miseria, drogas y trapicheos con los que sobrevivir un día más. Pero que ha saltado de manera reciente al dominio público por las decisiones de cortar la luz a sus habitantes en medio de las adversidades meteorológicas propias del invierno y sobre todo de la borrasca Filomena (esto no lo recoge la película). 

Precisamente por ello se hace más necesario ofrecer una visión amplia como la que presenta ‘La última primavera’, aunque ya no tenga la inmediatez de los recientes sucesos. Niños que corretean a sus anchas con vehículos de gasolina, jóvenes en ese filo entre lograr un trabajo decente o no, mayores cuyos miedos se basan en la separación del clan… Policía, asistentes sociales, empleados de la comunidad. Una realidad social con dos o más caras. Entre la lección del “no se roba”, y el deseo de que te “vaiga bien” en un nuevo cambio de estación o de ciclo.

Lo mejor: la posibilidad de acompañar a los protagonistas para poder comprender mejor las dificultades en favor del respeto por una cultura y la integración en su entorno.

Lo peor: un argumento un tanto indefinido flotando entre una realidad particular y la ficción, rodeado de una problemática latente, dejando las reflexiones y la conciencia en manos del espectador.

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